viernes, 30 de enero de 2009

Un silencio cómplice, la diáspora republicana de 1939 por PEDRO L. ANGOSTO para REBELION

Un silencio cómplice, la diáspora republicana de 1939

Pedro L. Angosto
Rebelión

Presiento que lo que voy a escribir no va a gustar a mucha gente. No
me preocupa demasiado: Mi intención no es sólo deleitar, mucho menos
complacer a mandarines, sino tratar de mantener viva la memoria sobre
un crimen tan brutal e indescriptible como poco difundido, con
seriedad, por los medios de comunicación globales. Se habla con toda
justicia de los crímenes de Hitler, de la diáspora judía, de las
purgas estalinistas, de la brutalidad de Mussolini, de los “errores y
daños colaterales” cometidos y perpetrados por el “emperador” Bush,
pero apenas se dice nada de la dictadura más sangrienta y castradora,
tanto por su intensidad como por su extensión en el tiempo, que haya
existido en la Europa del pasado siglo: La presidida por el asesino
iletrado Franco Bahamonde.

Sí, es cierto, la guerra civil española es uno de los episodios
históricos sobre los que más libros se han escrito, pero también uno
sobre los que menos se ha leído. Hay miles y miles de libros sobre la
cuestión, muchos de ellos ilegibles, otros honrados y una minoría
serios y rigurosos que casi nadie, después de comprarlos por tal o
cual recomendación, ha sentido, siquiera, la curiosidad de ojear. A
estas alturas, la desinformación intencionada sobre la terrible
represión franquista, sin parangón en ningún país de nuestro entorno:
Al lado de Franco, Mussolini fue “santo varón”, llega a niveles tan
increíbles como insultantes. Hoy, en esta España que presume de
moderna y potente, la inmensa mayoría de los españoles cierra los
ojos ante un periodo de horror como pocas naciones han conocido,
nuestros chavales apenas saben quien fue Franco, incluso algunos de
ellos –no tienen la culpa, es lo que oyen, lo que se les enseña en
los centro oficiales de la democracia, públicos o concertados
parasitarios- se atreven a cantar himnos fascistas y a defender
públicamente al estúpido genocida, al individuo más perverso que ha
dado nuestra nación en toda su historia.

Imbuido como estoy en dar las últimas pinceladas, o brochazos, a un
libro -“Las grandes democracias contra la libertad de España”, que
espero esté en la calle para la primavera-, me he preguntado una y
otra vez, con enorme ingenuidad, por qué ese silencio nacional e
internacional sobre la tremenda represión que sufrió el pueblo
español al acabar la guerra, por ese exilio que ha pasado a los
anales de la historia como el más largo, prolongado y mutilador de
los habidos en nuestro continente, por qué tanto “demócrata callado”
ante la barbarie que se cometía en nuestro solar, por qué tanta
polémica absurda sobre si unos y otros cuando no había unos y otros,
cuando quienes incendiaron y planificaron un exterminio ideológico
inaudito fueron los militares africanistas, la iglesia católica
española y la plutocracia nacional con la ayuda de sus homólogos de
todo el mundo. La respuesta no necesitaba tantos devaneos ni tanto
tiempo perdido. Estaba a la vuelta de la esquina: Franco incendió
España con la ayuda de Italia y Alemania, azuzando los bajos
instintos de los mercenarios moros, acabó con la democracia, mató,
torturó y expulsó del país, dejándolo huero, a cientos de miles de
personas, entre las que estaban quienes formaban parte del verdadero
Siglo de Oro de nuestra cultura y nuestra ciencia: Los hijos de la
Institución Libre de Enseñanza, la mejor generación de españoles que
hayamos sido capaces de parir y formar. Jamás volvieron los muertos,
jamás los desaparecidos, se ocultaron los torturados aterrados para
contagiar su lógico miedo a sus hijos y nietos, se desperdigaron por
más de cuarenta países los desterrados, los que todo lo habían
entregado al engrandecimiento de su patria, los que la habían amado
con toda su alma y se encontraron, de la noche a la mañana, en los
campos de concentración de una Francia derrotada, pesimista y
vergonzante o en los brazos siempre cálidos de México –deuda eterna
con el pueblo mexicano, con Cárdenas y sus magníficos diplomáticos-,
Cuba, Argentina, Chile y tantos países que se brindaron a dar cobijo
a esa insólita “Numancia Errante” de que hablaba Luis Araquistain.

Las piedras de España fueron hechas añicos por quienes manoseando su
nombre, acudieron a la Legión Cóndor para destruirla; las familias
españolas fueron masacradas por quienes decían defender la familia;
la cultura española fue exterminada por quienes hablaban de un nuevo
amanecer; nunca, en nuestro largo deambular por la historia, el
desorden y el crimen organizado campearon por nuestro solar como
cuando los traidores decidieron usar las armas del pueblo contra el
pueblo; jamás, España anduvo tanto tiempo entre tinieblas y sangre.
Y, ¿Cómo, después de un drama tan inmenso y prolongado, nos
olvidamos, se olvidaron de lo que habían hecho con España? El régimen
de terror implantado por los africanistas fue de tal magnitud que
explica por sí solo el silencio, la indolencia, la apatía, la abulia
de los españoles que, como gallinas ciegas, quedaron dentro del
inmenso campo de concentración en que convirtieron a España; en
cuanto a las grandes democracias, su silencio, la ocultación del
genocidio franquista, sólo se entiende por su complicidad con la
tiranía: Inglaterra, Francia y Estados Unidos, cada cual a su modo,
fueron colaboradores necesarios para el triunfo de los genocidas,
fueron, por tanto, cómplices de los asesinatos, las desapariciones,
los exilios, las torturas que durante décadas asolaron nuestro país.
Francia, porque estaba sumida en el miedo y en la decadencia más
absoluta; Inglaterra y Estados Unidos –que ayudaron a Franco desde el
primer momento vendiéndole todo tipo de pertrechos y poniendo en
marcha el calamitoso Comité de No-Intervención- porque preferían
tener a un dictador sanguinario pero obediente al frente de los
destinos de España, que a un gobierno democrático que defendiese la
soberanía nacional.

Existen miles de metros de celuloide grabados por los nazis sobre la
destrucción de España, sobre el genocidio, el holocausto y la
diáspora española. Los nazis grababan todo lo que hacían en España
para poder aplicarlo después con mayor eficacia; existen miles de
fotografías sobre la destrucción de España en los archivos españoles…
Todavía espero ver una película como El Pianista, de Polansky, sobre
nuestro drama; todavía aguardo oír a los grandes políticos,
escritores, historiadores e intelectuales europeos y americanos
hablar sobre el genocidio franquista; todavía espero que llegue el
día en que no sea preciso escribir un artículo tan triste y desolado
como el presente.

Hace setenta años, en días como estos de este frío enero, el ejército
de la democracia española, el pueblo que se defendía en soledad
contra el ataque del nazi-fascismo mundial, atravesaba la frontera de
los Pirineos, agotadas sus fuerzas, sin resuello, sin moral, con
hambre, con furia, con rabia, con impotencia. Después de luchar
heroicamente para defender su libertad y la del mundo libre, fueron
encerrados como criminales en campos de concentración que semejaban
pocilgas. Muchos murieron en ellos, otros contribuyeron a liberar
París, otros fueron llevados a los campos de exterminio nazis, otros
devueltos a los patíbulos españoles, otros escaparon a México.
Setenta años del fin de una guerra que nunca debió ser, setenta años
del comienzo de una dictadura que no habría existido si las grandes
democracias así lo hubieran querido tras el triunfo aliado: Setenta
años de silencio, de ocultación, de hipocresía, ignominia
internacional. Sólo México, una pequeña potencia convertida en
gigante de la dignidad humana, del derecho de gentes, se atrevió a
defender la causa de la democracia republicana española en todos los
foros, contra todas las democracias que escondían la cabeza debajo
del ala o veían con buenos ojos una dictadura en España. Son, las
razones de un silencio ruin, de uno de los mayores escarnios
históricos de nuestro tiempo.

Pedro L. Angosto. Historiador.
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