Un silencio cómplice, la diáspora republicana de 1939
Pedro L. Angosto
Rebelión
Presiento que lo que voy a escribir no va a gustar a mucha gente. No  
me preocupa demasiado: Mi intención no es sólo deleitar, mucho menos  
complacer a mandarines, sino tratar de mantener viva la memoria sobre  
un crimen tan brutal e indescriptible como poco difundido, con  
seriedad, por los medios de comunicación globales. Se habla con toda  
justicia de los crímenes de Hitler, de la diáspora judía, de las  
purgas estalinistas, de la brutalidad de Mussolini, de los “errores y  
daños colaterales” cometidos y perpetrados por el “emperador” Bush,  
pero apenas se dice nada de la dictadura más sangrienta y castradora,  
tanto por su intensidad como por su extensión en el tiempo, que haya  
existido en la Europa del pasado siglo: La presidida por el asesino  
iletrado Franco Bahamonde.
Sí, es cierto, la guerra civil española es uno de los episodios  
históricos sobre los que más libros se han escrito, pero también uno  
sobre los que menos se ha leído. Hay miles y miles de libros sobre la  
cuestión, muchos de ellos ilegibles, otros honrados y una minoría  
serios y rigurosos que casi nadie, después de comprarlos por tal o  
cual recomendación, ha sentido, siquiera, la curiosidad de ojear. A  
estas alturas, la desinformación intencionada sobre la terrible  
represión franquista, sin parangón en ningún país de nuestro entorno:  
Al lado de Franco, Mussolini fue “santo varón”, llega a niveles tan  
increíbles como insultantes. Hoy, en esta España que presume de  
moderna y potente, la inmensa mayoría de los españoles cierra los  
ojos ante un periodo de horror como pocas naciones han conocido,  
nuestros chavales apenas saben quien fue Franco, incluso algunos de  
ellos –no tienen la culpa, es lo que oyen, lo que se les enseña en  
los centro oficiales de la democracia, públicos o concertados  
parasitarios- se atreven a cantar himnos fascistas y a defender  
públicamente al estúpido genocida, al individuo más perverso que ha  
dado nuestra nación en toda su historia.
Imbuido como estoy en dar las últimas pinceladas, o brochazos, a un  
libro -“Las grandes democracias contra la libertad de España”, que  
espero esté en la calle para la primavera-, me he preguntado una y  
otra vez, con enorme ingenuidad, por qué ese silencio nacional e  
internacional sobre la tremenda represión que sufrió el pueblo  
español al acabar la guerra, por ese exilio que ha pasado a los  
anales de la historia como el más largo, prolongado y mutilador de  
los habidos en nuestro continente, por qué tanto “demócrata callado”  
ante la barbarie que se cometía en nuestro solar, por qué tanta  
polémica absurda sobre si unos y otros cuando no había unos y otros,  
cuando quienes incendiaron y planificaron un exterminio ideológico  
inaudito fueron los militares africanistas, la iglesia católica  
española y la plutocracia nacional con la ayuda de sus homólogos de  
todo el mundo. La respuesta no necesitaba tantos devaneos ni tanto  
tiempo perdido. Estaba a la vuelta de la esquina: Franco incendió  
España con la ayuda de Italia y Alemania, azuzando los bajos  
instintos de los mercenarios moros, acabó con la democracia, mató,  
torturó y expulsó del país, dejándolo huero, a cientos de miles de  
personas, entre las que estaban quienes formaban parte del verdadero  
Siglo de Oro de nuestra cultura y nuestra ciencia: Los hijos de la  
Institución Libre de Enseñanza, la mejor generación de españoles que  
hayamos sido capaces de parir y formar. Jamás volvieron los muertos,  
jamás los desaparecidos, se ocultaron los torturados aterrados para  
contagiar su lógico miedo a sus hijos y nietos, se desperdigaron por  
más de cuarenta países los desterrados, los que todo lo habían  
entregado al engrandecimiento de su patria, los que la habían amado  
con toda su alma y se encontraron, de la noche a la mañana, en los  
campos de concentración de una Francia derrotada, pesimista y  
vergonzante o en los brazos siempre cálidos de México –deuda eterna  
con el pueblo mexicano, con Cárdenas y sus magníficos diplomáticos-,  
Cuba, Argentina, Chile y tantos países que se brindaron a dar cobijo  
a esa insólita “Numancia Errante” de que hablaba Luis Araquistain.
Las piedras de España fueron hechas añicos por quienes manoseando su  
nombre, acudieron a la Legión Cóndor para destruirla; las familias  
españolas fueron masacradas por quienes decían defender la familia;  
la cultura española fue exterminada por quienes hablaban de un nuevo  
amanecer; nunca, en nuestro largo deambular por la historia, el  
desorden y el crimen organizado campearon por nuestro solar como  
cuando los traidores decidieron usar las armas del pueblo contra el  
pueblo; jamás, España anduvo tanto tiempo entre tinieblas y sangre.  
Y, ¿Cómo, después de un drama tan inmenso y prolongado, nos  
olvidamos, se olvidaron de lo que habían hecho con España? El régimen  
de terror implantado por los africanistas fue de tal magnitud que  
explica por sí solo el silencio, la indolencia, la apatía, la abulia  
de los españoles que, como gallinas ciegas, quedaron dentro del  
inmenso campo de concentración en que convirtieron a España; en  
cuanto a las grandes democracias, su silencio, la ocultación del  
genocidio franquista, sólo se entiende por su complicidad con la  
tiranía: Inglaterra, Francia y Estados Unidos, cada cual a su modo,  
fueron colaboradores necesarios para el triunfo de los genocidas,  
fueron, por tanto, cómplices de los asesinatos, las desapariciones,  
los exilios, las torturas que durante décadas asolaron nuestro país.  
Francia, porque estaba sumida en el miedo y en la decadencia más  
absoluta; Inglaterra y Estados Unidos –que ayudaron a Franco desde el  
primer momento vendiéndole todo tipo de pertrechos y poniendo en  
marcha el calamitoso Comité de No-Intervención- porque preferían  
tener a un dictador sanguinario pero obediente al frente de los  
destinos de España, que a un gobierno democrático que defendiese la  
soberanía nacional.
Existen miles de metros de celuloide grabados por los nazis sobre la  
destrucción de España, sobre el genocidio, el holocausto y la  
diáspora española. Los nazis grababan todo lo que hacían en España  
para poder aplicarlo después con mayor eficacia; existen miles de  
fotografías sobre la destrucción de España en los archivos españoles…  
Todavía espero ver una película como El Pianista, de Polansky, sobre  
nuestro drama; todavía aguardo oír a los grandes políticos,  
escritores, historiadores e intelectuales europeos y americanos  
hablar sobre el genocidio franquista; todavía espero que llegue el  
día en que no sea preciso escribir un artículo tan triste y desolado  
como el presente.
Hace setenta años, en días como estos de este frío enero, el ejército  
de la democracia española, el pueblo que se defendía en soledad  
contra el ataque del nazi-fascismo mundial, atravesaba la frontera de  
los Pirineos, agotadas sus fuerzas, sin resuello, sin moral, con  
hambre, con furia, con rabia, con impotencia. Después de luchar  
heroicamente para defender su libertad y la del mundo libre, fueron  
encerrados como criminales en campos de concentración que semejaban  
pocilgas. Muchos murieron en ellos, otros contribuyeron a liberar  
París, otros fueron llevados a los campos de exterminio nazis, otros  
devueltos a los patíbulos españoles, otros escaparon a México.  
Setenta años del fin de una guerra que nunca debió ser, setenta años  
del comienzo de una dictadura que no habría existido si las grandes  
democracias así lo hubieran querido tras el triunfo aliado: Setenta  
años de silencio, de ocultación, de hipocresía, ignominia  
internacional. Sólo México, una pequeña potencia convertida en  
gigante de la dignidad humana, del derecho de gentes, se atrevió a  
defender la causa de la democracia republicana española en todos los  
foros, contra todas las democracias que escondían la cabeza debajo  
del ala o veían con buenos ojos una dictadura en España. Son, las  
razones de un silencio ruin, de uno de los mayores escarnios  
históricos de nuestro tiempo.
Pedro L. Angosto. Historiador. 
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viernes, 30 de enero de 2009
Un silencio cómplice, la diáspora republicana de 1939 por PEDRO L. ANGOSTO para REBELION
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